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H E A D

 

 

By Lars Rogers 

 

Not having the ability to write something half-decent this morning. I wait by the side of my coffee in the anticipation something half-decent might flow out of my keyboard. I have an idea sitting with me. I have had it with me for a while. A short story about a group of miners digging into a giant’s head. Swinging their picks and planting ratty bits of dynamite into the giant’s ears. It is an old mine. Like out of a western. They have tramways. The ones you see some sooty-eyed person pushing a minecart on. Those gigantic horses too. Their tea room is a hut. Made out of bark-shingles and dogwood. They stop for cups of tea every four hours. They eat well: salami, dates, and cheese. Melted butter and honey on freshly made pan-fried bread. Bits of salted mutton and damper when they run out. Beer, wine—or whatever moonshine they manage to brew for themselves. Vegetables aren’t much of a thing. If they are lucky—someone has stolen some apples on their way into work.  This is the world we find ourselves in. There’s a narrator-protagonist who doesn’t have much to say. Doesn’t really want to get into describing the details of the giant’s head. Just some miner swinging a pick against a skull. Moving the bits of flesh and bone to a pile. The mullock heap. Where the rats and crows live—birthing and dying across generations. Eating what morsels of meat they can find. That’s the only wildlife the miners know. There’s more out there. There always is with wildlife. But none of the miners care much for it.  The skies are the colour of opal in this world. Maybe they are on a planet that’s not earth. Some kind of fantasy world. I don’t know—it probably doesn’t matter. I don’t like focusing too hard on world-building. It’s beside the point. Like rearranging furniture. As long as you can make enough space to let the readers through each of the doors. I prefer internality. Headspaces. The stuff that makes you intimate with the weird and foreign. Jumping in. To what you can’t think by yourself. But I suppose that has to happen somewhere. In a backdrop of opalescence and food. Good enough place as any. Where people act distant and cold. Not because they don’t want you close to them. If they could only figure out how to say they wanted you close to them. They’d tell you that’s all they have ever wanted. But they don’t say that. They don’t know how to say that. They don’t even know what’s going on really. Within them or outside. Not really. And through this they don’t believe anyone else does either. So they just keep mining in the hope they might find something valuable. Somewhere buried between the sinew inside the giant’s head. All the while, the foreman or the gang boss or something—I’ll have to pick one of those words. They are a bastard. Hyper-judgemental to the point of being nasty. The manager. That’s what I’ll call them. Trying to keep all the aspects of a working mind ticking along. Because that’ll be the punchline of the story. A play on words. A little on the nose, sure. But it’s fun. Because really. What a horrible job it would be to manage a mind. What a pity someone has to do it. Sometimes the manager breaks free from their internality. And starts trying to manage the world at large. The comings and goings at the mind. The little town nearby. What the workers do once they go home of an evening. This is where you see glimpses of what’s going on. In the world. The political struggles and consumptive needs. The usual kind of stuff. Maybe some kind of reflection of our own world—or the manager themself. Then the story ends when the narrator-protagonists unearth some paper inside the giant’s skull. A little thought they’d been trying to get out. Written during a period that sometimes feels like it might be the end of the world. Not expecting it will ever be read. The giant buried it. Down inside their head somewhere. A hard thing to dig out. But once the miners find it. You can see them now. Gathered in a group. A few cups of tea handed between them. Hell, let’s have a beer. Some chorizos. Put the butter near the fire so it melts. It smears better that way. Give us a look at this bit of paper then. How does it start?

 


C A B E Z A


de Lars Rogers

Esta mañana no me siento capaz de escribir nada medianamente decente.  Espero al lado de mi café con la expectativa de que algo medianamente decente fluya de mi teclado.  Tengo una idea sentada a mi lado.  Está conmigo desde hace algún tiempo.  Un relato breve sobre un grupo de mineros cavando en la cabeza de un gigante.  Balanceando sus picos y colocando trozos de dinamita en los oídos del gigante.  Es una mina antigua.  Como salida de una película del oeste.  Hay rieles.  De esos por los que se ve alguien con los ojos llenos de hollín empujando un vagón minero.  Y de esos caballos enormes también.  Hay un salón de té, es una cabaña.  Hecha de tejas de corteza de madera y cornejo.  Cada cuatro horas se detienen para tomar el té.  Se alimentan bien:  salami, dátiles y queso.  Mantequilla derretida y miel sobre pan recién preparado en sartén.  Trozos de cordero en salazón y damper si no hay otra cosa.  Cerveza, vino—o cualquier aguardiente casero que logren elaborar ellos mismos.  Las verduras no abundan.  Con suerte—algunas manzanas que alguien ha robado camino al trabajo.  Este es el mundo en el que nos encontramos.  Hay un narrador-protagonista que no tiene mucho que decir.  No le apetece realmente ponerse a describir los detalles de la cabeza del gigante.  Apenas un minero balanceando su pico contra un cráneo.  Moviendo trozos de carne y hueso a un montón.  El vertedero.  Dónde habitan las ratas y los cuervos—pariendo y muriendo de generación en generación. Comiendo los bocados de carne que puedan encontrar.  Esa es la única fauna salvaje que los mineros conocen.  Y hay más allá afuera.  La fauna salvaje es así.  Pero eso no le interesa mucho a ninguno de los mineros.  Los cielos de este mundo son de color opal.  Quizás es en un planeta que no es la Tierra.  Alguna especie de mundo de fantasía.  No lo sé—probablemente no sea relevante.  No me gusta enfocarme demasiado en la creación de mundos.  No viene a cuento.  Como reacomodar los muebles.  Siempre y cuando quede espacio suficiente para que los lectores pasen por cada una de las puertas.  Prefiero la interioridad.  Espacios mentales.  Aquello que te hace íntimo con lo raro y lo extraño.  Entrar a saco.  A lo que no puedes pensar por ti mismo.  Pero supongo que eso tiene que acontecer en algún lugar.  Con un telón de fondo de opalescencia y comida.  Un lugar tan bueno como cualquier otro.  Dónde la gente actúa de manera distante y fría.  No porque no quieran que te les acerques.  Si tan solo supieran cómo decirte que quieren que te acerques.  Te dirían que eso es todo lo que siempre han deseado.  Pero no lo dicen.  No saben cómo decirlo.  Ni siquiera saben realmente qué es lo que está pasando.  Dentro de ellos o afuera de ellos.  No realmente.  Y por eso no creen que nadie más lo sepa tampoco.  Así que continúan excavando, esperando encontrar algo valioso.  En algún lugar, enterrado entre los nervios dentro de la cabeza del gigante.  Mientras tanto, el capataz o el jefe de la banda o como se llame—tendré que escoger algún nombre.  Es un cabrón.  Hiperjuicioso rozando lo desagradable.  El gerente.  Así le voy a llamar.  Intenta mantener en marcha todos los aspectos de una mente trabajadora.  Porque ese es el chiste de la historia.  Un juego de palabras.  Un poco exagerado, claro.  Pero es chistoso. Porque, enserio. Qué trabajo más horrible gestionar una mente.  Qué lástima que alguien tenga que hacerlo.  A veces el gerente se libera de su interioridad.  Y empieza a dirigir a todo el mundo.  El ir y venir de la mente.  El pueblecito de al lado.  Lo que hacen los trabajadores cuando vuelven a casa por la noche. Aquí es donde se ven atisbos de lo que ocurre. En el mundo. Las luchas políticas y las necesidades consuntivas. Lo de siempre. Quizá una especie de reflejo de nuestro propio mundo, o del propio gerente. La historia termina cuando el narrador-protagonista desentierra un papel en el cráneo del gigante. Un pequeño pensamiento que habían estado intentando extraer. Escrito durante un periodo que a veces parecía el fin del mundo. Ni pensaba que llegaría a leerse.  El gigante lo enterró. En algún lugar, dentro de su cabeza.  Algo difícil de desenterrar. Pero resulta que los mineros lo encuentran.  Los puedes ver ahora.  Reunidos en un grupo.  Se reparten algunas tazas de té entre ellos. Qué carajo, tomemos una cerveza.  Unos chorizos.  Acerca la mantequilla al fuego para que se vaya derritiendo.  Así es más fácil de untar.  Echemos un vistazo a este trozo de papel. ¿Cómo empieza?

 

 

Traducción al español por Josephine Puebla Smith